De esta película me quedo con la forma en que plasma la directora la relación entre un padre, aferrado a lo único que le queda –aunque no le guste- y un hijo que reniega de una situación que solo sufre cuando está de paso. En ese cigarrillo que comparten al final de la cinta, anocheciendo sobre una ciudad caótica, sucia, crispada, ambos reconocen las razones que el otro tiene para pensar y comportarse como lo hace. Es una “pipa de la paz” fumada entre dos personas que se quieren y que comparten algo importante: preferirían que las cosas fueran de otro modo, pero aceptan lo que son, como el hecho de que ninguno de los dos ha dejado de fumar.
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